Alma Mancilla

Sueño que camino sobre cuerpos que se pudren. Sueño que de la espalda me brotan alas. Sueño que alguien me saca los ojos y los ofrece en una bandeja. Por la mañana bajo al pueblo y tengo la impresión de que me quedan pocas cosas por ver aquí

contraste, en el niño muerto que yo no velé. En el pedazo de carne que salió de mis entrañas y no tuvo ni oración ni despedida. Hace frío aquí dentro, digo. Vengo vestida con mi camiseta y mi único pantalón corto, con mis botas lodosas, un atuendo

Ya no quiero mi café, pero no hay lugar donde ponerlo además de sobre la mesa donde descansa el cadáver. Tómatelo, Eva.

Que la sangre me corre de nuevo entre las piernas doloridas por el espanto. Espanto: lo que les da a los niños pequeños por efecto del mal de ojo. Mal de ojo: la fuerza maligna que emana de aquel que ve hacia un otro que es visto.

Daniel fue un castigo. Entiendo que tiene que ver conmigo y con lo que ocurrió. Entiendo, al mismo tiempo, que ellas me quieren y me necesitan, aunque no sé aún para qué

Me quito la ropa sin que nadie me lo señale porque ellas han hecho lo mismo y siento que debo actuar por imitación. Sus cuerpos me decepcionan: no son bellos sino al contrario. ¿Por qué los había imaginado perfectos, ajenos al paso del tiempo, idealizados hasta la náusea? En torno a sus cabezas se extienden sus cabellos de jardín desprolijo, donde cada planta crece a su manera, pero sus pieles brillan anaranjadas bajo la luz del ocaso y eso las dota de cierto discreto esplendor

Qué se sacrifica y a quién? Bajo mis pies arde la hierba, arde el monte, arde mi cuerpo de mujer. Me tiendo boca arriba y mis pechos se llenan de leche amarga. Abro las piernas y dejo escapar un grito a medida que el ave me cubre y yo me parto en dos.
Cuando todo ha terminado me levanto y me sacudo de la espalda las rebabas de hierba que salen volando como paja que el viento arrastra. He sido impregnada de los años alados, del dolor con pico y plumas, dentro de mí se segmentará otro corazón

Nunca he entendido eso de las flores; los muertos son muertos, dijo Josué cuando lo comentamos. Le aclaré que en realidad las flores son para apaciguar a los que se quedan, uno no tiene que ser antropólogo para saberlo.

En el fondo, mi madre no me perdona que no me haya convertido en lo que ella fue, que no sea una mujer unida a un hombre con un papel de por medio, que no piense, ni por asomo, en casarme o en pagar una hipoteca. Que se me ocurra venir a quedarme así, sin compañía, en un lugar tan remoto.

La enfermedad que se nos esconde en la cabeza es la más hostil de todas las afecciones, la que más rápido nos expulsa del mundo circundante, la que más nos convierte en algo que se parece a los zombis.