Pero los antiguos deportados me dijeron: “no debes actuar así: aquí hay que tener los zapatos y la chaqueta limpios; hay que lavarse la cara y no escaparle al peluquero”. Nos afeitábamos solamente una vez por semana, pero había que hacerlo por respeto a la disciplina y las reglas del campo y también como armadura externa y visible de nuestra vida moral. Nos movía una suerte de instinto colectivo. El que se dejaba llevar estaba en peligro, llegaba siempre último