La edad de los árboles
Al fondo del patio crece un árbol.
Mucho antes de que mi abuela
sembrara las primeras piedras de la casa,
ya en su cumbre maduraba el vuelo de los pájaros;
por sus laderas empinadas ya fluía
el lento río de los musgos;
y en sus faldas los faunos que pueblan
la espesura de los montes
celebraban ya cabrunos aquelarres.
Este árbol es tan antiguo como los rebaños
de tortugas que deshojan
los tréboles a su alrededor.
Sus ramas secas crepitaron en el fondo
del fuego circular de las fogatas
que otros niños antes de nosotros encendieron
para espantar el miedo a las lechuzas,
brujas mentidas,
ululando en la penumbra espeluznante.
Los dedos nudosos de sus raíces sujetan
los tesoros que mis mayores ocultaron
de la tropa revolucionaria y que en la oscuridad
reclaman ser desenterrados
con unos gritos azules de lumbre.
Al verlo mi abuela soñó con construir
una casa para los hijos de sus hijos sobre el reino
de secos maizales y serpientes
que en torno de su tronco se extendía.
Al fondo del patio crece un árbol.
Un día mi abuela, yo, esos rebaños
de tortugas nos tenderemos a sus pies
y en las cuencas de los cráneos y caparazones
germinará la semilla de las altas hierbas.
Pero las brujas seguirán acunando entre sus ramas,
el oro no se librará de la prisión de sus raíces,
volverán los faunos, viejos pobladores de los cerros,
y con las piedras de la casa en ruinas cercarán
el fuego de sus danzas en la noche de luciérnagas.
Se escuchará entonces solamente
el suave silbido entre las cañas de una flauta
y el árbol susurrando sus conjuros
en la lengua del follaje,
como un anciano que presidiera un antiguo ritual
con el rostro arrugado frente a la llama de la hoguera.