Se hizo un experimento hace muchos años que refleja muy bien esta idea. Se cogió un cazo de agua con una rana dentro y se puso al fuego. El agua fue cogiendo temperatura. 5ºC, 10ºC, 35ºC, 55ºC, 105ºC. Cuando el agua estaba hirviendo imagina cómo debía de estar la rana si asomabas la cabeza. Frita, muerta. Bueno, más que frita, hervida. Pero tiesa. El experimento se hizo posteriormente de otra manera: se puso el agua a calentar pero sin la rana dentro. El agua iba cogiendo temperatura y cuando llegaba a los 100ºC y estaba hirviendo, se cogía la rana y se metía dentro. ¿Qué ocurría entonces con la rana? Pegaba un salto y salía del cazo de agua, viva. ¿Qué pretendía demostrar este «sádico» con dicho experimento? ¿Por qué la rana moría en el primer caso y no en el segundo? Muy sencillo; en el primer caso la rana no era capaz de distinguir cambios pequeños de temperatura, no notaba la diferencia entre 10,1ºC y 10,2ºC; entre 31,3ºC y 31,4ºC; entre 51,6ºC y 51,7ºC y, por eso, llegaba un momento en que era tarde y palmaba. En el segundo caso, el cambio entre la temperatura ambiente y el agua hirviendo era tan grande que la rana se daba cuenta y podía reaccionar.