Isidro Esquivel

De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño.

Casi nadie la recordaba; era lo cierto. Y por eso moría.

Y lo veo morir y no puedo impedirlo porque soy un perro.

Pero soy perro, y, aunque nuestra alma es infinita, no puedo sino arrimarme al amo, mover la cola o las orejas, y mirarlo con mis ojos estúpidos, repletos de lágrimas.

Quisiera al menos hablarle, consolarle, pues sé que aunque es muy desgraciado, ama la vida, las cosas bellas y claras, el agua, los árboles…

“¿Qué podría yo hacer para ayudar a este hombre?”, me preguntaba continuamente.

Y esta alma buena que llevamos todos los perros dentro me aconsejó al instante: “Seguirlo siempre a donde vaya”.

Tu perro, en cambio, no tiene a nadie sino a ti. Ningunos ojos lo miran, que los tuyos; nadie le sonríe, sino tú; sólo tu calor le alivia; a nadie sigue, sino a ti.

Trajes que se entretienen, mientras dormimos, en descomponer nuestra figura o en afear nuestros semblantes

Y nos refieren, con todo lujo de detalles, la pornográfica historieta de cierto uniforme de colegiala sacrificado en la planchaduría durante la noche.

“El tiempo huye”, pienso encomendándome a Dios.

Pero acude el diablo