En el fondo, a partir de determinado momento, el siglo se obsesiona con la idea de cambiar al hombre, de crear un hombre nuevo. Lo cierto es que la idea circula entre los fascismos y los comunismos, y las estatuas son más o menos las mismas, la del proletario de pie en el umbral del mundo emancipado, pero también la del ario ejemplar, el Sigfrido que da por tierra con los dragones de la decadencia. Crear un hombre nuevo equivale siempre a exigir la destrucción del viejo. La discusión, violenta e irreconciliable, se refiere a la definición del hombre antiguo. Pero en todos los casos el proyecto es tan radical que en su realización no importa la singularidad de las vidas humanas; ellas son un mero material. Así como, arrancados a su armonía tonal o figurativa, los sonidos y las formas son, para los artistas del arte moderno, materiales cuyo destino debe reformularse. O así como los signos formales, despojados de toda idealización objetiva, proyectan la matemática hacia una consumación susceptible de mecanizarse. En ese sentido, el proyecto del hombre nuevo es un proyecto de ruptura y fundación que exhibe, en el orden de la historia y el Estado, la misma tonalidad subjetiva que las rupturas científicas, artísticas y sexuales de principios de siglo. Es posible sostener entonces que el siglo fue fiel a su prólogo. Ferozmente fiel.