Ruggero era mi musa. Siempre me alentaba como escritor, nunca me hacía observaciones negativas. Lo único que corregía eran errores en la trama, el tono, o alguna que otra inconsistencia. Era un músico entrenado y podía sentir la estructura de mi obra y a veces mejorarla. Siempre me respetó. Cuando yo le hacía sugerencias sobre cómo escribir, él las recibía con gratitud y humildad. Gertrude Stein dijo una vez que los escritores sólo buscan el elogio, y Ruggero, cuando me hacía sus observaciones, seguía su consejo posiblemente sin saber que venía de ella. Leía cada palabra tan pronto como yo terminaba de escribir; y para un egomaníaco inseguro como yo, esa era la respuesta ideal.
Me dejó, probablemente, porque se sentía solo. Les caía bien a todos, pero no hacía amigos fácilmente.
Cuando perturbé nuestro “acuerdo”, fui la loca temeraria y suicida. Pero es que yo quería ser la esposa, no quería ser la otra mujer.