Napoleón, una personalidad incomparable con nadie; con su faceta de visionario, de hombre de Estado, capaz de difundir el sentir constitucionalista por toda Europa, dictar un código civil que aún resulta ser la base de todos los que le siguieron después, o imaginar setenta años antes las unificaciones de Alemania e Italia, cuando nadie más que él en el continente era capaz de suponer algo así. Hijo de la Revolución, sí, pero a la vez consciente de sus excesos y hasta cursilerías, como aquello de la Diosa Razón o los estrafalarios nombres otorgados a los meses del nuevo calendario; de ahí aquella célebre conclusión, ejemplo evidente de su fino utilitarismo político, al establecer el concordato con el Papa de Roma: «Una nación debe tener una religión, y esta religión debe hallarse bajo el control del Gobierno».