Los judíos han intentado siempre razonar con otros, incluso si esos otros se regían por normas diferentes, no verbales, irracionales, rotundamente físicas y violentas. Cuando un contrario era especialmente temible o amenazador, el intento judío de persuasión verbal podía ser trémulo, pero se mantenía firme. Esta pudo ser la razón por la que Shakespeare, tal vez a pesar suyo, asignó la mejor pieza de oratoria de El mercader de Venecia al propio Shylock, por lo demás despreciable:
Soy judío. ¿Acaso no tiene ojos un judío? ¿Acaso un judío no tiene manos, órganos, miembros, sentidos, afectos, pasiones? ¿No está alimentado por la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado con los mismos remedios, calentado y enfriado por el mismo invierno y verano, como un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos? Y si sois injustos con nosotros, ¿no hemos de vengarnos?