La división entre cuerpo y espíritu persiste, incluso en los estadios, donde los espectadores (espíritus puros, seres racionales) se consideran a menudo superiores a los deportistas, culpables por no ser nada más que cuerpos. Los campeones son, por supuesto, admirados, alabados, incluso idolatrados; pero si lo son, si pueden serlo sin dañar la autoestima del aficionado, es porque este, en definitiva, ve al deportista como un objeto en movimiento, como solo una cosa.