F.G. Haghenbeck

Luego caminó por el empedrado de la calle dejando que el eco de sus pasos rebotara en las paredes hasta unirse con su sombra. Y sin darse cuenta se fue alejando de su hermana para ser engullida por la noche. El mismo viento que por la mañana había notificado la batalla la rodeó hasta que la hizo titiritar. De pronto un resoplido la detuvo en seco y sus pies se soldaron al piso con la fuerza del terror. Se vio frente al revolucionario que se cruzó con su mirada esa misma mañana. El hombre estaba en su caballo, sin moverse. Ambos la miraban con esos ojos de linternilla. La primera idea que se le ocurrió a Frida fue huir y pedir auxilio, pero ese aire pesado como tierra sobre una tumba le era extrañamente familiar.

El carácter rebelde de Frida se volcó contra la imposición de su madre, desechando la religión porque le parecía algo inútil y pesado de llevar en una vida ligera como la de ella. La culpa, el perdón y la oración no estaban hechos para Frida, sabía que encontraría algo más a qué aferrarse para sobrellevar la vida.

En una de esas canastas para la ofrenda de muertos dejó un recado dirigido a Frida, quien lo leyó con una sonrisa: “Te preparé polvorones, porque el tuyo se lo diste a ese revolucionario”.