Esa noche la soñó: la miraba desde una calle solitaria, entre portones y fachadas rebuscadas, invitándola a penar juntas los dolores que la vida le tenía reservados. Su mano se introducía en su pecho, para arrancarse el pequeño carrito de madera rojo, que no paraba de palpitar. La mujer del velo no lloraba por sus hijos sino por Frida, mujer, madre y sufrimiento.