A mediados de curso, más o menos, Rosa supo que no quería seguir estudiando en aquella facultad. Había escogido psicología por descarte, porque algo tenía que escoger, y por un vago y mal encauzado interés en la mente humana, pero allí todo sonaba artificial e insignificante y el ambiente –niñas bien con carpetitas apretadas al pecho que aspiraban a montar una consulta para ayudar a los demás– le deprimía.