No existe, para una persona impaciente, tortura más despiadada que la que hace tiempo se puso de moda en los vuelos transatlánticos, en donde proyectan el mapa de una enorme porción del mundo sobre una pantalla donde un avioncito blanco avanza un milímetro cada sesenta segundos. Pasa media hora, una, dos, tres, y la figura se sigue arrastrando sobre el mismo plano azul, lejos ya de las dos costas continentales. Lo mejor sería dormirse o ponerse a leer algo, volver a mirar la pantalla una vez que se hayan conquistado otros dos centímetros del mapamundi. Pero los que carecemos de paciencia estamos condenados a seguir fijamente el avioncito, como si deseándolo con suficiente intensidad pudiéramos hacerlo avanzar un poco más.