La implicación asustó a Brenda, que tenía treinta y dos años; le pareció que ya tenía un pie en la tumba. Una vez habían acudido a un despacho de High Street y dijeron que buscaban un trabajo interino en una oficina. Mintieron sobre su velocidad de mecanografiado y otras cosas, pero la mujer del mostrador se mostró poco alentadora. Para sus adentros Freda se dijo que había sido porque Brenda tenía un aspecto tan espantoso; esa mañana tenía dolor de muelas y se le había hinchado la mejilla. Brenda pensaba que había sido porque Freda llevaba su capa morada y sacudía continuamente la ceniza de su cigarrillo encima de la alfombra. Freda dijo que les convenía hacer alguna cosa más básica, algo que las pusiera en contacto con la gente corriente, con los trabajadores.
—Pero una fábrica de botellas… —protestó Brenda, que no tenía las mismas necesidades que su amiga.
Freda le explicó pacientemente que no era una fábrica de botellas, sino una fábrica de vino; que trabajarían junto a sencillos campesinos con una cultura y una tradición a sus espaldas. Brenda insinuó que no le gustaban los extranjeros; le costaba relacionarse con ellos. Freda replicó que eso demostraba su mezquindad, mental y física.