El perro se acerca más, cada vez más, hasta que noto su cálido aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos.
Me ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar.
Algo rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me lame la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de la piel y me río.
—En realidad no eres una bestia asesina, ¿eh?