El otro día recogía en la sala de redacción los pliegos para entregar cuando apareció Louis Aragon, quien salía de la oficina del director Vaillant-Couturier. Desde que colabora con L’Humanité nunca me lo había encontrado. Tiene rasgos finos, cabello oscuro, aire modesto e incluso tímido. En su mirada parece haber una ingenuidad y en sus modales una cortesía que no se esperaría de uno de los intelectuales franceses más influyentes. Me entregó dos libros, amarrados con una cinta roja, y un papel doblado en dos: “Mi niño, ¿podrías entregarlos a esta dirección?” Intelectual o no intelectual, poeta brillante o no, ¡no admito que me digan “mi niño”! ¡No es broma, tengo veinticuatro años y me gano el pan como los demás! Y entonces, ¿no es ésa también la razón por la que queremos la revolución? “Sí, camarada”, le contesté, enfatizando la última palabra. Aragon sonrió: “Gracias, camarada”. Y me guiñó el ojo, lo cual terminó de exasperarme. ¡Cómo hemos cambiado!
El papel decía: “C. Vallejo – Bulevar Garibaldi 41”. Era la dirección de un hotel miserable. El gerente me dio el número de la habitación y tan pronto toqué a la puerta me abrió un tipo delgado y alto. Rasgos gruesos, una frente despejada y las cejas tupidas. “—¿Señor Vallejo? De parte del señor Aragón.
”—Pase.”