El Estadio Azteca, aquel enorme mastodonte de cemento cuyo esqueleto imbatible continúa aún de pie, se inauguró en mayo de 1966 vía un partido entre los equipos América, de México, y Torino, de Italia. Su diseño y creación provenían del mismo arquitecto y patriarca político que imaginara también el Museo Nacional de Antropología y la Basílica de Guadalupe: Pedro Ramírez Vázquez. Este hombre, presidente del comité organizador de los Juegos Olímpicos de 1968, creador de los más importantes templos mexicanos en donde albergar la historia, la religión y el circo, fue también el artífice del Estadio Cuauhtémoc, de Puebla, coliseo que comenzó a ver acción pelotera en su campo sólo cuatro días después de la violenta represión y masacre en contra de los estudiantes universitarios que se concentraron en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. La sangre y la odisea olímpica; la tiranía paternal de un partido político, y el futbol mexicano que se consagraba a través de la epopeya de un Mundial que habría de debatirse entre dieciséis selecciones internacionales. Túmulos y festones; marabunta patriotera, olímpica y mundialista. ¿Y a nosotros, habitantes del fervor deportivo y de la hazaña guerrera, qué nos importaban las revoluciones?