El día después de cumplir diez años me partí en dos. Era agosto del 81. Guatemala era un caos político y social. Recuerdo tiroteos, disparos sueltos, combates en las calles y barrancos y hasta uno enfrente del colegio, con todos los alumnos recluidos dentro. Recuerdo al nuevo guardia de seguridad que llegaba a la casa en las noches y se sentaba al lado de la puerta principal envuelto en un poncho, con una enorme escopeta sobre el regazo y un tibio termo de café en las manos. Recuerdo el sonido de las palabras de mi papá —no tanto las palabras sino el sonido que hacían—, al anunciarnos que saldríamos del país (lo que dirige un relato no es la voz, dice Italo Calvino: es el oído). Yo estaba en la orilla de mi cama, recién bañado, con el pantalón del pijama aún en las manos. Tardé en comprender aquellas palabras. Tardé en terminar de vestirme. El día después de mi décimo cumpleaños, entonces, salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia Estados Unidos, y yo me partí en dos. Mi lenguaje se partió en dos. Mi memoria se partió en dos. Un pedazo de mi memoria, el primero, el más diáfano y liviano, se quedó suspendido en la Guatemala de los años setenta. Desde aquí, desde cada página en blanco, lo sigo buscando.
Grabado en español neutro (América Latina).