La abuela nos pega seguido, con sus manos huesudas, con una escoba o un repasador mojado. Nos tira de las orejas, nos agarra de los pelos.
Otras personas también nos pegan cachetadas y patadas, ni siquiera sabemos por qué.
Los golpes duelen, nos hacen llorar.
Las caídas, los raspones, los cortes, el trabajo, el frío y el calor también nos hacen sufrir.
Decidimos fortalecer nuestro cuerpo para aguantar el dolor sin llorar.
Primero nos pegamos cachetadas entre nosotros, después piñas.
Cuando la abuela nos ve la cara hinchada nos pregunta:
¿Quién les hizo eso?
Nosotros mismos, abuela.
¿Se pelearon? ¿Por qué?
Por nada, abuela. No te preocupes. Es solo un ejercicio.
¿Un ejercicio? ¡Están completamente locos! En fin, si les divierte.
Nos quedamos desnudos y nos pegamos unos a otros con un cinturón.
A cada golpe decimos:
No me dolió.
Nos pegamos más fuerte, cada vez más fuerte.
Ponemos nuestras manos arriba de una llama. Nos cortamos con un cuchillo el muslo, el brazo, el pecho y nos tiramos alcohol en las heridas. Y cada vez nos decimos:
No me dolió.
Al cabo de un tiempo, efectivamente no sentimos nada. Es otro al que le duele, es otro el que se quema, el que se corta, el que sufre.
Nosotros no lloramos más.
Cuando la abuela está enojada y nos grita, le decimos:
Dejá de gritar, abuela. Mejor peganos.
Cuando nos pega, le decimos:
¡Dale, abuela! Mirá, ponemos la otra mejilla, como dice en la Biblia. Peganos también en la otra, abuela.
Ella responde:
¡Váyanse al diablo con su Biblia y sus mejillas!
Traducción: María Mazzinghi.