Durante todo el año, había supurado
sus pústulas la ciénaga, en el medio del campo;
gruesas varas de lino, amarillas y verdes,
allí se habían podrido, hundidas bajo el peso
de tremendos terrones. Bajo el sol inclemente,
hervía hasta el atardecer. Las burbujas cantaban
un suave borborigmo. Los zánganos tejían
una apretada malla de sonido, en torno del hedor.
Libélulas, había, y mariposas a lunares.
Lo mejor, sin embargo, era la baba tibia
y espesa de las huevas de las ranas. Ahí,
todas las primaveras, me gustaba llenar
de esos puntos viscosos tarros de mermelada ,
y ponerlos en fila en la ventana, en casa,
o en la escuela, en estantes, y observar con paciencia
hasta que esas manchitas se hicieran renacuajos,
y ver cómo nadaban con destreza.
La Señorita Walls nos explicaba que al papá de las ranas
había que decirle “Rana Macho”,
y cómo croaba él, llamando a Mamá Rana,
y ella ponía un centenar de huevos
minúsculos, que se llamaban “huevas”.
Uno también podía pronosticar el tiempo por las ranas,
porque cuando había sol estaban amarillas,
y cuando iba a llover se ponían marrones.
Pero hete aquí que un día que los campos
hedían por la bosta entre los pastizales,
las ranas iracundas invadieron la ciénaga.
Yo me agaché detrás de unos arbustos,
y las oí croar de una manera
especialmente grave que nunca había escuchado.
Llenaba el aire un coro de barítonos.
En mitad de la ciénaga, alzando la cabeza,
se erguían en montículos de barro unas ranas panzonas,
y sus lustrosos cuellos se hinchaban como velas.
Algunas daban saltos: el golpeteo sordo
que hacían al caer era una especie de amenaza obscena.
Había otras, sentadas, dispuestas a saltar,
cual granadas de lodo, las rotundas cabezas entonando
su pedorrera bélica. Y yo sentí el estómago revuelto,
me di vuelta y corrí. Los grandes reyes
del fango se reunían buscando la venganza,
y yo sabía que, si metía la mano,
me iba a quedar adentro.