Rufino Tamayo fue uno de los artistas mexicanos más trascendentes del siglo XX. Junto con los considerados “Los Tres Grandes”: Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Siqueiros. Su obra se destaca por los colores sobrios, por los lienzos sensuales, por la síntesis de sus formas… Un virtuoso en técnicas clásicas y un gran innovador, principalmente en el arte de la estampa. Fue también un artista que de forma consecuente promovió discursos de humanidad y de libertad. En este episodio elegimos dos cartas dirigidas a Olga, su compañera durante 57 años y a quien pintó en numerosos retratos. La primera carta es, casi, una oda a esa libertad, con postales de su infancia y del descubrimiento de la pasión por el arte. Y la segunda es casi un adiós a su pareja, cuando tenía 92 años. Lo hace con una frase bellísima: “Adonde me lleve la historia quiero estar a tu lado”, le dice. Lee el actor Enrique Cueva.
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New York 1927
Olga mía, una vez dije que mi gran tesoro siempre estuvo retratado en cada cuadro. ¿Dónde?,me preguntaban asombrados, sin darse cuenta de que hablaba del gran sentido de libertad que me llevó a pintarlos. No sé si la palabra “libertad” signifique lo mismo para todos. Yo la veo como a un par de alas con las que puedo despegar al infinito. Las tuve desde siempre y estuvieron ahí para auparme en los peñascos de los que estaban a punto de caer. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos mudamos con tía Amalia a la
capital. Nunca antes había visto una ciudad tan grande, un cielo lacrimoso bajo el cual miles de personas iban y venían de todas partes. Me tocó vencer el gris con el que nos tiñe el miedo y caminar de la mano de la tía las cuadras que separaban el paradero de camiones de la casa. Tampoco le di oportunidad al miedo cuando trabajé en el mercado. Tía Amalia tenía un puesto de frutas en el que yo hacía los mandados, cuidaba, vendía. Todo un administrador, figúrate. Eso hasta los 17 años, porque entonces se me metió en la cabeza esta ola de hacerme pintor. ¿De dónde la habré sacado, mi Olga? Lo cierto es que ese deseo no llegó solo: lo acompañaba una terquedad invencible. Nada pudo detenerme en mi intento por crear. Sí, es cierto, había más de un profesor en la Escuela de Bellas Artes de
San Carlos que me decía que mi trabajo era premonitorio. ¿En verdad?, preguntaba emocionado; “sí”, decían, premonitorio del fracaso. No les hice caso y cuando se pusieron más valerosos los dejé dentro de sus paredes. Renunciar a la Escuela no fue tan malo. Afuera, supe el valor de la disciplina propia para alcanzar las cosas que uno anhela. Levantarme temprano, leer hasta el mediodía, dibujar y pintar hasta que los ojos me ardieran como brasas, era parte de la
rutina. Lo juro, mi Olga, así fueron apareciendo los primeros cuadros como milagros. Me dormía cansado en el taller y al amanecer la luz del nuevo día los desvestía para mostrármelos: formas, grietas, planicies, rostros que no tenían nada que ver con la realidad pero que en su deformación eran los rostros que había guardado en el alma. Creo que en alguna ocasión te lo conté, ahora mi recuerdo es un poco disperso por el calor que inunda la habitación, por eso me disculparás si vuelvo a inquietarte con esto: cuando me mudé a mi
primer taller yo sentí un mal presagio. No podía creerlo, hasta en las cosas más mínimas me perseguía mi fantasma oaxaqueño: la ventana de aquel taller daba a una calle llamada “De la Soledad”. Cuando uno nace para maceta, decía mi madre, no sale del corredor.
México D.F. 1990
Olga, tendido en esta cama no dejo de pensar en la paciencia. El tiempo que ahora me falta transcurre al otro lado de la ventana y lo veo alejarse con la resistencia de mi aliento. ¿Qué he tenido que aprender en estos 92 años? Adonde me lleve la historia quiero estar a tu lado. Se me ocurre, por ejemplo, descansar en un nicho ubicado en el museo que ambos fundamos, en la estela de una estrella, en el canto de un pájaro. En alguno de esos espacios que siendo eternos también son campos santos.