La elegancia, en su etimología, está emparentada con la elección (eligĕre), de tal manera que una persona elegante, entre otras cosas, es aquella que sabe elegir. El pensamiento elegante moldea a un sujeto que no lucha por mostrarse distinto entre la multitud sino que se eleva hacia una vida distinguida. Frente a él se posiciona un sujeto hipermoderno que ha dinamitado el valor de la discreción y el sentido del pudor a favor de una globalización sentimentalista, que se inclina por lo verosímil en detrimento de la verdad, que abraza una configuración emocional del lenguaje en menoscabo del pensamiento crítico y que practica la otrofagia convirtiendo al otro en objeto de consumo.
Asistimos a la vulgarización de un individuo carente de referentes próximos que lo doten de las herramientas intelectuales para enfrentarse a una realidad compleja e hiperestimulante. La sensación de incompletud se acrecienta llevándolo por momentos a declararse indigente mental.
Para este sujeto, el tiempo en el que la felicidad era una búsqueda secundaria, la consecuencia de una vida virtuosa o un encuentro afortunado parecen haber terminado. Su idea de felicidad ha sufrido una mutación que ha derivado en posfelicidad.