Las avispas eran finísimas. Como los ángeles, cabían muchas en un punto. Todas parecían señoritas, maestras de baile. Imité su murmullo bastante bien. Rondaron sobre las flores blancas del manzano, las ocres del membrillo, las duras rosas rojas del granado. O en las fuentecitas, donde mi prima, mi hermana y yo las mirábamos con la mano en el mentón. Ante ellas fuimos gigantes, monstruos. Pero lo más pasmoso era los cartones que fabricaban; casi de golpe, aparecían sus palacios de grueso papel gris, entre las hojas y, adentro, platos de miel.
Mientras, proseguía el lagarto cazando huevos de gallina, calientes golosinas; cruzaban las víboras azules como el fuego, subían claveles labrados y rizados, iguales a copas de arroz y de frutilla.
El mundo, por todas partes, acuciante, encantador.
Y una cara, separada, sólo pintada, iba entre las hojas, ojos bajos, boca abierta y roja.
Y cuando ya había pasado, pasaba una vez más.