Cuando abandonó su pueblo a mediados del siglo XVI, el exiliado sabía que lo único a lo que podía aspirar era a sobrevivir. No empezaría de cero sino de bajo cero. Debería cruzar la raya del reino y adentrarse en un país extraño rumbo al norte a la busca de un lugar donde pensar no fuera un delito ni sentir de otra manera pudiera ser castigado con la muerte. En ese viaje hacia la vida y la libertad, el exiliado tendrá que distinguir entre caminos muy especiales, entre el que lleva a la supervivencia y el que conduce a la muerte. Se trata de una senda vital, la misma que individuos, culturas y naciones han de encontrar también si desean avanzar y no extinguirse. Aquella que todos nosotros debemos encontrar.